martes, 21 de diciembre de 2010

La incredulidad de Santo Tomás (Caravaggio)

Por Guillermo Rosés -Dic 2010
Pintura de Michelangelo Merisi de Caravaggio (Milan, 1571. Porto Ércole, 1610) realizada en torno al 1602, al comienzo del Barroco (XVII). La pintura está expuesta en el Neue Palais (Nuevo Palacio) de Postdam. El cuadro muestra la escena evangélica del milagro de la resurrección de Cristo ante tres de sus discípulos, cuando Jesús, tomando el dedo de Tomás, lo introduce en su costado para hacer desvanecer las dudas que Tomás aún alberga acerca de la identidad de Cristo. Es una pintura al óleo (técnica ideada por Van Eyck) ejecutada sobre lienzo, cuyas dimensiones son 107x146 cm.
Artista de carácter atrabiliario y desde luego marcado por la impronta de su perfil innovador, Caravaggio dedicó su producción a la representación de escenas de la Biblia bajo el signo del naturalismo, donde trató de acercar la visión de las Sagradas Escrituras lo más posible a la realidad, con el uso de modelos vulgares, intentando con ello desmitificar los pasajes representados.
Para la lectura de esta obra, echemos ahora la mirada atrás, tratando de analizarla con los antecedentes del devenir de la historia del arte. Nada hay en ella del arte egipcio, ni en la ejecución, que ignoraba el escorzo e imprimía a sus personajes una rigidez antinatural inspirada en el conocimiento más que en la vista, ni en los fines perseguidos. Esa misma rigidez, presente en el arte bizantino, se halla del todo ausente en los personajes de este cuadro.
Lejos queda aquí lo griego. No se aprecia rastro de ese arte, si consideramos el modo que tienen los ojos de reflejar lo que ven. Si para el artista griego la mirada de la realidad debía aparecer embellecida, Caravaggio la presenta descarnada, tal cual es. Aquí no hay lugar para las idealizaciones (como la representada en la Venus de Milo) que no mostraban verdaderos seres humanos, sino para las arrugas en la frente de un apóstol jornalero, que es Tomás. Porque lo que quiere transmitir el autor en su cuadro, es la fuerza de la literalidad de la cita evangélica (“trae tu mano y métela en mi costado”), para dar vida a la respuesta que el Hijo de Dios se ve obligado a dar al tipo de hombre que puede que nos represente mejor, que no es el hombre sabio o cultivado, sino un hombre común de su tiempo, un simple obrero, a quien la fe aún le basta. 
La descripción realista con la que Caravaggio retrata a sus cuatro personajes nos acerca más a la primera concepción rupturista hacia lo romano y lo griego que Jan van Eyck concibió para sus modelos desnudos del Altar de Gante. Y ello porque ya en Van Eyck la búsqueda de la plasmación de la realidad se halla presente, como en Caravaggio, aunque el resultado sea bien distinto. Caravaggio es más atrevido e innovador –todo un contraste con el respeto a la tradición en el arte egipcio y bizantino-, y se guía de su propio instinto para eludir a toda costa la idealización visual (eufemística) y trasmitir así la escena, del modo que considera más veraz, aún a costa de la sorpresa negativa y de la actitud de rechazo que su obra puede causar en la mirada de sus contemporáneos de la Contrarreforma. Y es así en efecto, su nueva interpretación de las Escrituras conduce a esa reacción general de reproche que identifica su obra con la vulgarización del mensaje.
La búsqueda del sentimiento de la obra, característica de los artistas del Medievo, no parece ser la señal que dirija la mano de Caravaggio. Si la comunicación de la fe y el mensaje de la Historia Sagrada prevalecían en aquel periodo sobre la imitación de las cosas del mundo, en Caravaggio la transmisión de ese mensaje sólo cabe realizarla a partir de una representación fidedigna de lo que el autor entiende que sucedió en la realidad.
A partir de Giotto, como primer antecedente de la ruptura del esquema bizantino, Brunelleschi proporcionó las reglas matemáticas de la perspectiva, que la luz de Caravaggio  alza a la cota de la perfección, realzando el carácter realista de la escena con el uso maestro de sus luces y sombras, con su técnica del claroscuro.  
Quizá sí podamos encontrar otro buen antecedente, además de en Van Eyck, en artistas del Cinquecento como Durero, que se atrevió a plantear la belleza artística a partir de una realidad completamente alejada de la belleza objetiva, como en el retrato que hizo a su madre. 
No deja de sorprendeme el comentario de Ernst Gombrich acerca de que el gusto por la pintura de Caravaggio decayera en el siglo XIX, habiendo sido precisamente la segunda mitad de esta centuria la que acogiera el fenómeno del naturalismo, con el apogeo de la novela naturalista cuyo más probable iniciador pueda haber sido Zola. Quizá ese declive tuviera lugar a finales de ese siglo, o ya entrado el XX.

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